martes, agosto 05, 2014

Historia de un pobre país, Emilio del Río

Co gallo da recente exposición "Vigo Ten Swing", na que tiven o pracer de colaborar como documentalista, houbo achegas que por mor das limitacións de espacio, quedaron fóra dos paneis. Unha delas é este texto de Emilio del Rio, un dos tres vigueses que despistou ao réxime franquista e logrou "colar" na radio o programa "jazz nocturno", unha anomalía tan alegre como extraña naquel país ruín e borrallendo dos anos 50.

Historia de un pobre país, Emilio del Río.
Era un pobre país porque durante siglos había sido un país pobre. Un país históricamente manejado como un juguete por monarcas, dictadores y sátrapas adinerados. Era un país que era la finca de los potentados y era el infierno de los proletarios. V, sobre todo, era un país en el que siempre hacía frío. Todos teníamos frío, incluidos los ricos. En los años 40 del siglo 20 no había chalets porque hasta los ricos eran pobres. Los ricos vivían en pisos y los mejores edificios tenían una calefacción central que estaba más tiempo apagada que encendida. Las ropas, los vestidos se traspasaban y circulaban desde los hijos mayores a los menores. A abrigos y chaquetas los hábiles sastres les daban la vuelta con lo que, de un día para otro, el bolsillo de la solapa aparecía a la derecha. Hacía frío en las aulas de los colegios, tanto de los ricos como de los pobres y los alumnos se cubrían con dos y hasta tres jerséis. Hacía frío en los cines y en los arcaicos tranvías. Las castañeras en las calles -las que aún no habían muerto de frío-vendían castañas en cucuruchos hechos con periódicos atrasados, que se consumían no tanto para completar el pobre desayuno de café de achicoria de recuelo acompañado con tres o cuatro galletas maría cuanto para mantener las manos calientes durante un rato. Porque era un país de sabañones, quien no los tenía era un afortunado y esta plaga, esta enfermedad marcaba también la frontera con los más menesterosos. Había trabajo para todos pagado con sueldos de miseria que se aceptaban con la cabeza humillada y sin chistar ante la amenaza de los salvajes "grises", desertores del campo y del azadón que no tenían reparo en matar a porrazos y aun a tiros a quienes pretendían rebelarse. Las riadas de obreros caminando kilómetros desde sus hogares hasta los astilleros, que cerraban sus puertas de acceso a las ocho en punto de la mañana y todo aquel que se quedaba afuera recibía su implacable castigo, tenían su continuidad en una segunda avalancha, ésta de mujeres, que a mediodía, cargadas de tarteras y barras de pan, llevaban a sus hombres el austero condumio. Había que ver a aquellas pobres gentes sentadas en las aceras, con la tartera en medio de ambos y resistiendo el frío y las lluvias del invierno, cobijados en un exiguo paraguas desvarillado, o el implacable sol del verano. Acabado el banquete, las mujeres recogían los bártulos y volvían a emprender la larga caminata hacia el hogar, pues cinco o seis horas más tarde los hombres las seguirían por el mismo trayecto para cenar y derrengarse en la cama, ya que mañana hay que vivir un nuevo día tan triste y frío como el de hoy.
Que larguísima y penosa distancia hay entre una democracia, aunque mala, y una infernal dictadura. Aquel dictador, que poseía todos los atributos para ser objeto de risa, fue deificado por los poderes públicos llegando a hacer de él un auténtico dios. Era bajito, como también lo eran Hitler y Mussollini, pero éstos disponían de un vozarrón que les permitía crecer en sus apariciones públicas. La voz de nuestro dictador era la mezcla entre un gangoso y un perrito chihuahua. Su barriguita~ destacada por un eterno fajín, le asemejaba a un barrilito de cerveza. No había nada en él que despertase la simpatía de la gente. Sólo la propaganda, hábilmente manejada por aventajados alumnos de los métodos nazis, logró que una parte del pueblo lo contemplase como un enviado del cielo. El sistema fue tan espectacular que hasta él mismo se convenció de ser un predestinado. Sus discursos eran pobres, monótonos y aburridos y siempre se construían en torno a tres o cuatro tópicos como la santa cruzada, el guardián de occidente, la familia cristiana y el marxismo-leninismo que nos acecha. Intelectualmente era un perfecto mediocre, como todos los militares de aquella época cuyo quehacer diario consistía en aposentarse en las salas de oficiales y atiborrarse de alcohol. Estos energúmenos presumían de supina ignorancia y de no haber visto un libro ni por el forro. Los intelectuales les producían repelús y, como mínimo, para ellos eran maricones. Todos, y él el primero, participaron en el objetivo común de hacerse inmensamente ricos y todavía hoy sus descendientes en tercera y cuarta generaciones disfrutan de estas incontables riquezas. Y todavía hoy, pasados casi cuarenta años de su afortunada desaparición, no hay guapo que se atreva a echárselas en cara. Imperaba el terror, aun entre las gentes “de bien" que se acomodaron a aquel oprobioso régimen dispuestas a malvivir en su maldito seno durante toda su existencia. Producía escalofríos caminar por una acera sabiendo que a cinco metros de ti una pareja de "grises" desertores del arado hacía su ronda habitual.
Y también estaba el fútbol que, por cierto, era tan mediocre como todo lo demás. El fútbol de aquel país era tan pobre como el propio país. Cada vez que la selección nacional disputaba un partido contra cualquiera otra, los medios de comunicación enervaban a las masas contándoles que estaba en juego la raza y el orgullo de ser españoles. Y cuando llegaba el descalabro todo se quedaba en excusas: que el árbitro nos robó el partido, que el clima muy caluroso o muy invernal nos perjudicó, que los contrarios nos molieron a patadas. Pero dos acontecimientos se convirtieron en históricos para mayor gloria del régimen. En el campeonato del mundo de 1950 celebrado en Brasil le ganamos a la pérfida Albión, que simplemente era Inglaterra. Pero los medios del franquismo se cebaron en la tal Albión destilando espumarajos de bilis por la insana envidia que les producía un país rico, moderno y, sobre todo, democrático. Y que se había apropiado del peñón de Gibraltar. El otro gran acontecimiento futbolístico se produjo en 1964 cuando vencimos a una aún más pérfida Unión Soviética y conquistamos el campeonato de Europa. El primer gol lo marcó Pereda y el segundo fue un cabezazo casi a ras del suelo de Marcelino a un pase desde el extremo derecho de Pereda. Pero como este jugador era catalán y pareció un exceso su protagonismo, en los reportajes filmados el régimen hizo un bonito truco de corta y pega y quedó para la posteridad como sigue: centro de Amancio desde el extremo derecho-corte-cabezazo de Marcelino-gol-final. Muy franquista y regimental. Otro truco futbolero del régimen fue aún más expeditivo. El Barcelona había fichado a un jugador-estrella llamado Ladislao Kubala que, con otros compañeros del equipo Honved, se había fugado de Hungría y de su régimen todavía más opresor que el nuestro. Y como el equipo catalán era muy rico, puso su dedo sobre otro maestro del fútbol, el argentino Alfredo di Stéfano, que también pretendía fugarse de la pobreza de latino-América fichando por un equipo europeo. Cuando ya habían estampado sus firmas equipo y jugador, antes de que la operación se hiciese pública el gobierno de turno del régimen mandó romper los contratos e impuso al Madrid que fichase al argentino. Y así se hizo. Las relaciones exteriores de aquel pobre país se enmarcaban en el odio. No había país europeo que no recibiera el odio y la inquina de nuestro régimen. Todos eran masones y protestantes y proyectaban películas obscenas y pecaminosas. Se salvaban Portugal, porque, además de ser más pobre que nosotros, también disfrutaba de su propia dictadura, y Marruecos, que había sido la avanzadilla asesina encargada de limpiar de rebeldes a las ciudades, villas y aldeas conquistadas en la guerra fratricida desencadenada por el dictador y sus secuaces. Cuando ya hubo posibilidades de viajar al extranjero, los españolitos, además de envidia, sentíamos enorme vergüenza ante las muestras de cariño con que nos recibían aquellos extranjeros diabólicos.

Y menos mal, por fin, que nos gustaba el jazz. ¿Por qué? A quien sea capaz de imaginar ese sórdido país que acabo de describir, con una pobre vida intelectual en la que la música de jazz no tenía sitio, con escasos medios económicos para hacerse con tocadiscos, discos y amplificadores parecería una especie delirio que tres amigos se reuniesen alternativamente en sus casas para escuchar una música que en el país no tenía el más mínimo arraigo. Una vez más, Barcelona era la estrella solitaria, porque contaba con un Hot Club muy rico y ya en esa época traían a notables músicos de Francia y aún de Estados Unidos. Pues los tres pioneros de aquí hacíamos jam-sessions con nuestros propios discos en la casa de uno cualquiera, con luces apagadas y un whisky dyc en la mano, destilado en Segovia a saber con qué, y disfrutábamos de nuestra afición durante cuatro o seis horas. Hasta que un día surgió el milagro. Se anunció en nuestra ciudad la apertura de una nueva emisora de radio. Conviene anotar que el régimen de la época no era nada proclive a estas debilidades. las radios españolas pertenecían fundamentalmente a Radio Nacional, controlada por el régimen, aunque éste había abierto la mano a los falangistas para que dispusieran de tres o cuatro emisoras agrupadas en la Red de Emisoras del Movimiento (este llamado Movimiento tuvo un papel protagonista en la guerra fratricida y, si queréis, algún día os hablo de él, aunque creo que no vale la pena). Pues los tres amigos decidimos ofrecernos a esa nueva radio para difundir un programa de jazz. Sorprendentemente aceptaron nuestra oferta y así comenzó a emitirse, casi como pionero en el país, "Jazz nocturno". Todos los discos que emitíamos eran nuestros, porque a la emisora esta aventura la cogió en calzoncillos (un programa de música de los negros, ¿a quién se le ocurre?) pues los ídolos del momento eran Juanita Reina, Manolo Caracol, Antonio Machín y el mexicano Jorge Negrete. Estoy hablando de los primeros años 50 del siglo 20. Pues quien te quiere decir que aquel programa tuvo un éxito inesperado. Nuestra ciudad era un importante puerto de mar en el que recalaban trasatlánticos que hacían la ruta entre Inglaterra y América y esta circunstancia permitió a muchos de nuestros jóvenes viajar al Reino Unido para aprender el idioma y, de paso, conocieron la música de los negros, pues las casas de discos inglesas editaban todo lo que se grababa en los Estados Unidos. Esos jóvenes, ya adultos, se convirtieron en nuestros primeros oyentes. (¿continuará?)

No hay comentarios: