Co gallo da recente exposición "Vigo Ten Swing", na que tiven o pracer de colaborar como documentalista, houbo achegas que por mor das limitacións de espacio, quedaron fóra dos paneis. Unha delas é este texto de Emilio del Rio, un dos tres vigueses que despistou ao réxime franquista e logrou "colar" na radio o programa "jazz nocturno", unha anomalía tan alegre como extraña naquel país ruín e borrallendo dos anos 50.
Historia
de un pobre país, Emilio del Río.
Era
un pobre país porque durante siglos había sido un país pobre. Un
país históricamente manejado como un juguete por monarcas,
dictadores y sátrapas adinerados. Era un país que era la finca de
los potentados y era el infierno de los proletarios. V, sobre todo,
era un país en el que siempre hacía frío. Todos teníamos frío,
incluidos los ricos. En los años 40 del siglo 20 no había chalets
porque hasta los ricos eran pobres. Los ricos vivían en pisos y los
mejores edificios tenían una calefacción central que estaba más
tiempo apagada que encendida. Las ropas, los vestidos se traspasaban
y circulaban desde los hijos mayores a los menores. A abrigos y
chaquetas los hábiles sastres les daban la vuelta con lo que, de un
día para otro, el bolsillo de la solapa aparecía a la derecha.
Hacía frío en las aulas de los colegios, tanto de los ricos como de
los pobres y los alumnos se cubrían con dos y hasta tres jerséis.
Hacía frío en los cines y en los arcaicos tranvías. Las castañeras
en las calles -las que aún no habían muerto de frío-vendían
castañas en cucuruchos hechos con periódicos atrasados, que se
consumían no tanto para completar el pobre desayuno de café de
achicoria de recuelo acompañado con tres o cuatro galletas maría
cuanto para mantener las manos calientes durante un rato. Porque era
un país de sabañones, quien no los tenía era un afortunado y esta
plaga, esta enfermedad marcaba también la frontera con los más
menesterosos. Había trabajo para todos pagado con sueldos de miseria
que se aceptaban con la cabeza humillada y sin chistar ante la
amenaza de los salvajes "grises", desertores del campo y
del azadón que no tenían reparo en matar a porrazos y aun a tiros a
quienes pretendían rebelarse. Las riadas de obreros caminando
kilómetros desde sus hogares hasta los astilleros, que cerraban sus
puertas de acceso a las ocho en punto de la mañana y todo aquel que
se quedaba afuera recibía su implacable castigo, tenían su
continuidad en una segunda avalancha, ésta de mujeres, que a
mediodía, cargadas de tarteras y barras de pan, llevaban a sus
hombres el austero condumio. Había que ver a aquellas pobres gentes
sentadas en las aceras, con la tartera en medio de ambos y
resistiendo el frío y las lluvias del invierno, cobijados en un
exiguo paraguas desvarillado, o el implacable sol del verano. Acabado
el banquete, las mujeres recogían los bártulos y volvían a
emprender la larga caminata hacia el hogar, pues cinco o seis horas
más tarde los hombres las seguirían por el mismo trayecto para
cenar y derrengarse en la cama, ya que mañana hay que vivir un nuevo
día tan triste y frío como el de hoy.
Que larguísima y penosa distancia hay entre una democracia, aunque mala,
y una infernal dictadura. Aquel dictador, que poseía todos los
atributos para ser objeto de risa, fue deificado por los poderes
públicos llegando a hacer de él un auténtico dios. Era bajito,
como también lo eran Hitler y Mussollini, pero éstos disponían de
un vozarrón que les permitía crecer en sus apariciones públicas.
La voz de nuestro dictador era la mezcla entre un gangoso y un
perrito chihuahua. Su barriguita~
destacada por un eterno fajín, le
asemejaba a un barrilito de cerveza. No había nada en él que
despertase la simpatía de la gente. Sólo la propaganda, hábilmente
manejada por aventajados alumnos de los métodos nazis, logró que
una parte del pueblo lo contemplase como un enviado del cielo. El
sistema fue tan espectacular que hasta él mismo se convenció de ser
un predestinado. Sus discursos eran pobres, monótonos y aburridos y
siempre se construían en torno a tres o cuatro tópicos como la
santa cruzada, el guardián de occidente, la familia cristiana y el
marxismo-leninismo que nos acecha. Intelectualmente era un perfecto
mediocre, como todos los militares de aquella época cuyo quehacer
diario consistía en aposentarse en las salas de oficiales y
atiborrarse de alcohol. Estos energúmenos presumían de supina
ignorancia y de no haber visto un libro ni por el forro. Los
intelectuales les producían repelús y, como mínimo, para ellos
eran maricones. Todos, y él el primero, participaron en el objetivo
común de hacerse inmensamente ricos y todavía hoy sus descendientes
en tercera y cuarta generaciones disfrutan de estas incontables
riquezas. Y todavía hoy, pasados casi cuarenta años de su
afortunada desaparición, no hay guapo que se atreva a echárselas en
cara. Imperaba el terror, aun entre las gentes “de
bien" que se acomodaron a aquel
oprobioso régimen dispuestas a malvivir en su maldito seno durante
toda su existencia. Producía escalofríos caminar por una acera
sabiendo que a cinco metros de ti una pareja de "grises"
desertores del arado hacía su ronda habitual.
Y
también estaba el fútbol que, por cierto, era tan mediocre como
todo lo demás. El fútbol de aquel país era tan pobre como el
propio país. Cada vez que la selección nacional disputaba un
partido contra cualquiera otra, los medios de comunicación enervaban
a las masas contándoles que estaba en juego la raza y el orgullo de
ser españoles. Y cuando llegaba el descalabro todo se quedaba en
excusas: que el árbitro nos robó el partido, que el clima muy
caluroso o muy invernal nos perjudicó, que los contrarios nos
molieron a patadas. Pero dos acontecimientos se convirtieron en
históricos para mayor gloria del régimen. En el campeonato del
mundo de 1950 celebrado en Brasil le ganamos a la pérfida Albión,
que simplemente era Inglaterra. Pero los medios del franquismo se
cebaron en la tal Albión destilando espumarajos de bilis
por la insana envidia que les producía
un país rico, moderno y, sobre todo, democrático. Y que se había
apropiado del peñón de Gibraltar. El otro gran acontecimiento
futbolístico se produjo en 1964 cuando vencimos a una aún más
pérfida Unión Soviética y conquistamos el campeonato de Europa. El
primer gol lo marcó Pereda y el segundo fue un cabezazo casi a ras
del suelo de Marcelino a un pase desde el extremo derecho de Pereda.
Pero como este jugador era catalán y pareció un exceso su
protagonismo, en los reportajes filmados el régimen hizo un bonito
truco de corta y pega y quedó para la posteridad como sigue: centro
de Amancio desde el extremo derecho-corte-cabezazo de
Marcelino-gol-final. Muy franquista y regimental. Otro truco
futbolero del régimen fue aún más expeditivo. El Barcelona había
fichado a un jugador-estrella llamado Ladislao Kubala que, con otros
compañeros del equipo Honved, se había fugado de Hungría y de su
régimen todavía más opresor que el nuestro. Y como el equipo
catalán era muy rico, puso su dedo sobre otro maestro del fútbol,
el argentino Alfredo di Stéfano, que también pretendía fugarse de
la pobreza de latino-América fichando por un equipo europeo. Cuando
ya habían estampado sus firmas equipo y jugador, antes de que la
operación se hiciese pública el gobierno de turno del régimen
mandó romper los contratos e impuso al Madrid que fichase al
argentino. Y así se hizo. Las relaciones exteriores de aquel pobre
país se enmarcaban en el odio. No había país europeo que no
recibiera el odio y la inquina de nuestro régimen. Todos eran
masones y protestantes y proyectaban películas obscenas y
pecaminosas. Se salvaban Portugal, porque, además de ser más pobre
que nosotros, también disfrutaba de su propia dictadura, y
Marruecos, que había sido la avanzadilla asesina encargada de
limpiar de rebeldes a las ciudades, villas y aldeas conquistadas en
la guerra fratricida desencadenada por el dictador y sus secuaces.
Cuando ya hubo posibilidades de viajar al extranjero, los
españolitos, además de envidia, sentíamos enorme vergüenza ante
las muestras de cariño con que nos recibían aquellos extranjeros
diabólicos.
Y
menos mal, por fin, que nos gustaba el jazz. ¿Por qué? A quien sea
capaz de imaginar ese sórdido país que acabo de describir, con una
pobre vida intelectual en la que la música de jazz no tenía sitio,
con escasos medios económicos para hacerse con tocadiscos, discos y
amplificadores parecería una especie delirio que tres amigos se
reuniesen alternativamente en sus casas para escuchar una música que
en el país no tenía el más mínimo arraigo. Una vez más,
Barcelona era la estrella solitaria, porque contaba con un Hot Club
muy rico y ya en esa época traían a notables músicos de Francia y
aún de Estados Unidos. Pues los tres pioneros de aquí hacíamos
jam-sessions con nuestros propios discos en la casa de uno
cualquiera, con luces apagadas y un whisky dyc en la mano, destilado
en Segovia a saber con qué, y disfrutábamos de nuestra afición
durante cuatro o seis horas. Hasta que un día surgió el milagro. Se
anunció en nuestra ciudad la apertura de una nueva emisora de radio.
Conviene anotar que el régimen de la época no era nada proclive a
estas debilidades. las radios españolas pertenecían
fundamentalmente a Radio Nacional, controlada por el régimen, aunque
éste había abierto la mano a los falangistas para que dispusieran
de tres o cuatro emisoras agrupadas en la Red de Emisoras del
Movimiento (este llamado Movimiento tuvo un papel protagonista en la
guerra fratricida y, si queréis, algún día os hablo de él, aunque
creo que no vale la pena). Pues los tres amigos decidimos ofrecernos
a esa nueva radio para difundir un programa de jazz.
Sorprendentemente aceptaron nuestra oferta y así comenzó a
emitirse, casi como pionero en el país, "Jazz nocturno".
Todos los discos que emitíamos eran nuestros, porque a la emisora
esta aventura la cogió en calzoncillos (un programa de música de
los negros, ¿a quién se le ocurre?) pues los ídolos del momento
eran Juanita Reina, Manolo Caracol, Antonio Machín y el mexicano
Jorge Negrete. Estoy hablando de los primeros años 50 del siglo 20.
Pues quien te quiere decir que aquel programa tuvo un éxito
inesperado. Nuestra ciudad era un importante puerto de mar en el que
recalaban trasatlánticos que hacían la ruta entre Inglaterra y
América y esta circunstancia permitió a muchos de nuestros jóvenes
viajar al Reino Unido para aprender el idioma y, de paso, conocieron
la música de los negros, pues las casas de discos inglesas editaban
todo lo que se grababa en los Estados Unidos. Esos jóvenes, ya
adultos, se convirtieron en nuestros primeros oyentes. (¿continuará?)
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