...y en pequeñas dosis seguí bebiéndome reflejos cálidos de pétreos vegetales al trépano con suculentas páteras de esfinges y aves de cuellos entrelazados en unha confusion de bizantino y gótico tan anacrónicos en ocasiones como esa ridícula ascensión de Anish Kapoor que intrigaba al esforzado público de San Giorgio Maggiore.
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Venecia se sonrojaba en estas ocasiones, cuando le levantábamos las faldas para descubrir el truco de sus más rudimentarios trampantojos. Si, lo reconozco, me reí de Venecia bastantes veces, cuando en las horas centrales del día exhibía orgullosa su puterío de carmín barato. Pero no me juzgueis mal, lo que realmente hacía era reírme de mi misma cuando me descubría arrodillada ante sus trampas de parvulario. Me gustó descubrir la Venecia real, la de las familias que llegaban de la playa en su automóvil acuático particular desembarcando con el bañador todavía húmedo y las arenas del Lido en los pies, en medio de los turistas que no les veían, porque los turistas sólo tienen tiempo para mirar hacia arriba extasiados por la magnanimidad de los palacios o hacia abajo desde los puentes y fondamentas hipnotizados por la silenciosa conjunción de un sinfín de góndolas que continuamente rompen el quebrantable brillo de la laguna. No miran nunca lo que tienen ante sus ojos, por eso atascan continuamente las callejuelas y son un engorro insoportable para los que tienen que transitar diariamente por los estrechos lugares de paso en los que tienen que vivir los venecianos todos los días del año. No les queda sino empujar con displicencia a estos molestos invasores si quieren llegar a tiempo a sus lugares de destino. No es un tópico el del malhumorado veneciano que desprecia al turista. Sólo con observar un poco atentamente la asombrosa diferencia de ritmo en estas calles se puede entender y comprender que a esta gente la paciencia se le agotase hace siglos. Tienen que vivir las veinticuatro horas de los siete dias de las cincuenta y dos semana del año entre riadas de invasores que se relevan interminablemente cada tres días. Han de compartir un espacio diseñado para escasos habitantes con hordas de recién llegados con maletas que van y vienen y que caminan torpemente deteniéndose cada dos metros para cosultar su mapa o sus modernos localizadores. Las tecnologías sólo han supuesto para el veneciano un alivio ínfimo, sólo han evitado que cada dos por tres estos molestos y desubicados recién llegados les detengan una y otra vez para preguntar lo mismo, ¿para San Marco? ¿para Rialto?. Han colocado multitud de indicadores en todas las calles y esquinas pero todos siguen simulando perderse en la encantadora ciudad que se han gravado a cincel en sus estructurados cerebros. Vienen de megalópolis como Nueva York, Tokio o Bangla Desh, pero les gusta perderse en Venecia y se sienten allí como convidados de lujo sólo porque están dispuestos a pagar por un caffelatte cinco veces más de lo que les cuesta en su país, que ya era diez veces más de lo que debia costarles. Es un tópico ser un turista y sentirse diferente de este interminable batallón en pantalón corto que cruza Rialto contribuyendo visiblemente al hudimiento de este delicado ecosistema. Pero así como reconocemos al veneciano entre esta multitud, también es fácil reconocer al que viene a Venecia a respirarla en dosis ajustadas y sin la voracidad que se le supone al visitante extranjero.
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Venecia se sonrojaba en estas ocasiones, cuando le levantábamos las faldas para descubrir el truco de sus más rudimentarios trampantojos. Si, lo reconozco, me reí de Venecia bastantes veces, cuando en las horas centrales del día exhibía orgullosa su puterío de carmín barato. Pero no me juzgueis mal, lo que realmente hacía era reírme de mi misma cuando me descubría arrodillada ante sus trampas de parvulario. Me gustó descubrir la Venecia real, la de las familias que llegaban de la playa en su automóvil acuático particular desembarcando con el bañador todavía húmedo y las arenas del Lido en los pies, en medio de los turistas que no les veían, porque los turistas sólo tienen tiempo para mirar hacia arriba extasiados por la magnanimidad de los palacios o hacia abajo desde los puentes y fondamentas hipnotizados por la silenciosa conjunción de un sinfín de góndolas que continuamente rompen el quebrantable brillo de la laguna. No miran nunca lo que tienen ante sus ojos, por eso atascan continuamente las callejuelas y son un engorro insoportable para los que tienen que transitar diariamente por los estrechos lugares de paso en los que tienen que vivir los venecianos todos los días del año. No les queda sino empujar con displicencia a estos molestos invasores si quieren llegar a tiempo a sus lugares de destino. No es un tópico el del malhumorado veneciano que desprecia al turista. Sólo con observar un poco atentamente la asombrosa diferencia de ritmo en estas calles se puede entender y comprender que a esta gente la paciencia se le agotase hace siglos. Tienen que vivir las veinticuatro horas de los siete dias de las cincuenta y dos semana del año entre riadas de invasores que se relevan interminablemente cada tres días. Han de compartir un espacio diseñado para escasos habitantes con hordas de recién llegados con maletas que van y vienen y que caminan torpemente deteniéndose cada dos metros para cosultar su mapa o sus modernos localizadores. Las tecnologías sólo han supuesto para el veneciano un alivio ínfimo, sólo han evitado que cada dos por tres estos molestos y desubicados recién llegados les detengan una y otra vez para preguntar lo mismo, ¿para San Marco? ¿para Rialto?. Han colocado multitud de indicadores en todas las calles y esquinas pero todos siguen simulando perderse en la encantadora ciudad que se han gravado a cincel en sus estructurados cerebros. Vienen de megalópolis como Nueva York, Tokio o Bangla Desh, pero les gusta perderse en Venecia y se sienten allí como convidados de lujo sólo porque están dispuestos a pagar por un caffelatte cinco veces más de lo que les cuesta en su país, que ya era diez veces más de lo que debia costarles. Es un tópico ser un turista y sentirse diferente de este interminable batallón en pantalón corto que cruza Rialto contribuyendo visiblemente al hudimiento de este delicado ecosistema. Pero así como reconocemos al veneciano entre esta multitud, también es fácil reconocer al que viene a Venecia a respirarla en dosis ajustadas y sin la voracidad que se le supone al visitante extranjero.