sábado, noviembre 26, 2011

Quaderno veneziano III

Desde el primer día asistí a la orgía desesperada de los recién llegados que se amontonan en los vaporettos para beberse el Gran Canal. Sólo disponen de unas horas para dormir la borrachera y ya están caminando de regreso, con la cabeza baja, hacia la casilla de salida. Los ves inocentemente precipitarse por los sotoportegos y los traghettos y las caleselas trampa que los hacen retroceder irremediablemente. Yo llegué cansada, casi exhausta, sin fuerzas casi para atravesar Rialto. Por eso me respetó. Sólo por mi incapacidad para intentar poseerla. Desde que el taxi acuático que me llevó del barco al vientre abultado de esta sirenísima me depositó en una costilla de la ciudad, ya sentí su advertencia. Era alivio momentáneo de un dolor que se iría dosificando muy lentamente. Venecia me daba permiso pero con tantas condiciones como exigía mi necesidad de disfrutarla. Así que agarré fuerte este dolor y me lo eché a la espalda, precisamente donde más dolía. Así nos hicimos colegas, Venecia y yo. Hasta me atreví a pedirle un par de días lluviosos que me concedió graciosamente, como si fuese una reina. Fue entonces cuando tuve confianza para abrazarla a la vista de todos. La besé varias veces y metí mis dedos en las marcas que le hicieron algunos bebedores nocturnos que murieron por lo menos hace cuatrocientos años. Agradecida le regalé momentos inolvidables, a esta descomunal república de letras infinitas. Me besó los pies con las abrasadoras palmas de sus manos, que se inundaban a cada paso que daba. Se dejó acariciar por mi un poco más abajo de la marca que señala la prudencia aunque he de reconocer que hubo peligro en un par de ocasiones. Me agarró cuando yo más prevenida estaba una tarde de sol abrasador en San Lazzaro degli Armeni. Fue un castigo justo. Allí hice gala de mi más molesta curiosidad y descaro. Estuve insoportable aquella tarde, lo reconozco. El gabinete de manuscritos de los mekhitaristas me hizo de carne y hueso y hasta me reí de Byron y de una momia egipcia que exhibían allí como un tesoro único. No tardó mi anfitriona en reclamar el respeto a que la tiene acostumbrada tanta secular admiración y sin miramiento alguno me hizo una demostración de la delicada y frágil estabilidad con que disimula su poder. No se lo tuve en cuenta, comprendo perfectamente la comunión de la soberbia con la crueldad. La experiencia me permite distinguir cuando hay que aceptar humillaciones de buen grado.

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